Tuesday, March 02, 2010

Veinticuatro horas y un poco más en La Habana por Alejandro Zarate






Hace dos años llego a mis manos un disco del sello Winter and Winter que se llama “El último paraíso. La Habana, Cuba”. En ese disco el director del sello, Stefan Winter, recorrió rincones de La Habana y grabo música interpretada por artistas en bares, restaurantes y plazas, logrando uno de los mejores registros musicales que se hayan realizado; en este disco también hay sonidos de las calles, de los chicos, del ambiente de una misteriosa y fascinante Habana. Ahí comenzó mi curiosidad por conocer esta isla aislada económicamente de casi todo el mundo. Hay tantas preguntas que me hice antes de este viaje y sin embargo todavía no puedo encontrar respuestas después de este viaje que hice solo por horas a esa ciudad caribeña.
Las agencias de viaje ofrecen paquetes muy armados para Cuba y a veces se hace difícil desarmarlos; pero no es tan complicado, como muchos dicen, hacer un viaje a Cuba sin estar organizado por agencias. Todavía recuerdo las palabras de una amable vendedora en una agencia de viajes que me decía que “La Habana es solo para dos días como máximo”. Evidentemente ella nunca estuvo en La Habana y por suerte no siempre me dejo llevar por estos comentarios, aunque esta vez al priorizar conocer las playas de Cuba, dejé solo dos días finales a mi estada en esa ciudad.

El fascinante y famoso Malecón

Llegué de noche a La Habana, con tiempo apenas para cenar y la recomendación desde Buenos Aires era no perderse comer en los “paladar”, casas de familia donde se puede almorzar o cenar comida cubana, atendido por los propios habitantes de la casa, con apenas unas pocas mesas en el patio o la pieza de la familia. Encontré uno donde atendían en un balcón con cuatro mesas frente al Malecón, la costanera sobre el mar de la ciudad, viendo pasar por este paseo a los enamorados, a los niños jugando, y a las olas rompiendo contra él. El menú fue inmejorable, y también su costo y cantidad, atendido con la humildad y la cordialidad de quien abre su casa para el viajero. Había empezado bien mi recorrido por la ciudad.
Al día siguiente decidí caminar por La Habana vieja, perderme en sus calles, conocer todos los rincones posibles de la cotidianeidad; no quería meterme en museos ni en lugares que no me permitieran vivir su ritmo.
Mi hotel estaba en uno de los vértices en donde comienza La Habana vieja, así que subí por el paseo de Martí hasta el Parque Central donde se encuentran varios edificios emblemáticos de la ciudad como el Hotel Inglaterra, el Hotel Plaza o el Gran Teatro, para desde allí tomar la peatonal, populosa y turística calle Obispo que se adentra no solo en los espacios que el viajero desea encontrar (antiguos negocios, hoteles bellamente conservados), sino también en la vida de la venta ambulante de productos y comida común del cubano.

Hemingway, el mojito y yo

Desde y por la calle Obispo se deriva a muchos emblemáticos lugares de La Habana, como el Hotel Ambos Mundos donde vivió Ernest Hemingway o el bar La Floridita, donde tomaba sus tragos. Tampoco escapa a este recorrido el mundialmente nombrado La bodeguita del medio, ese lugar donde se dice nació el famoso “mojito” (solamente ron, yerba buena, lima, azúcar y soda, aunque en muchos lugares le agregan “angostura”), y en donde al ritmo del bolero una mujer y un guitarrista pueden transportarlo a uno a los años 50 mientras se saborea el trago nacional.
Otros espacios maravillosamente conservados (hay un programa desde hace varios años que está restaurando los edificios de La Habana y del que ya se pueden ver grandes resultados) son la Plaza Vieja con sus hermosos cafés, la Plaza de la Catedral con el edificio que data del siglo XVIII, el convento de San Francisco de Asís hoy convertido en sala de conciertos, innumerables galerías de arte (modestas o modernísimas), artesanatos, bares y restaurantes. Una gama de lugares casi impensados hace tiempo atrás para quienes visitaban la ciudad y de los que también disfrutan los propios cubanos.

Más opciones para recorrer

Y el viaje sigue y la noche me encuentra en el majestuoso hotel Nacional, situado en la zona de Venado de La Habana, donde concurro a ver uno de los tradicionales shows nocturnos que compite con el del afamado Tropicana. Música, coreografías, sones cubanos y el invariable despliegue de colorido vestuario para atrapar al turista: convencional pero para confirmar que uno estuvo ahí.
La mañana siguiente se me hace carne el país y decido recorrer el Museo de la Revolución. Fidel Castro y el Che Guevara, figuras de ese movimiento que levantó a la isla en armas, componen gran parte del recorrido muy bien armado por el amplio edificio.
Para agregar a la lista de lugares para no perderse (y de los que en esta lista faltarán muchos por falta de tiempo), no dejen de recorrer el hermoso edificio del Capitolio, llegarse hasta la estación de trenes de la ciudad, deleitarse mirando la variedad de autos bien conservados y vistosamente pintados de la década del 40 y 50, y tantas otras imágenes que me vuelven como el andar de las negras que dan beso a los transeúntes con sus coloridos vestidos para la foto o los artistas callejeros pintando las calles de la ciudad. Toda una gama que por supuesto dos días en La Habana no hacen sino tener más ganas de volver que de hacer caso a lo que me dice una agencia de viajes.
Lo cierto es que cuando caminé por las calles de La Habana, ahí comprendí el nombre que le puso Stefan Winter a su disco: “El último paraíso”.

1 Comments:

Blogger Camila said...

Es bueno que se publique en internet las cosas que suceden en distintas ciudades y de esta manera poder saber a que lugares nos conviene ir y a cuales no. Es asi como he decidido averiguar para obtener viajes a rio de janeiro

10:20 AM  

Post a Comment

<< Home